El valor de la evaluación
Sea por su valor de cambio (para la acreditación) o por su valor de uso (para la formación) parece incuestionable que la evaluación ocupa un lugar central en los sistemas educativos. Incluso hay quien dice que es la clave de bóveda de las instituciones escolares. De hecho, es la única función que nunca se deja de hacer: el desarrollo de los contenidos puede quedar incompleto, los objetivos educativos obviados, las metodologías desvirtuadas, pero ningún alumno sale del sistema educativo sin haber sido evaluado. Evaluar es, quizá, la única función docente a la que nadie objeta, ante la que ningún profesor se declara insumiso. Aunque sea en el último minuto, las calificaciones acaban llegando al acta y la función evaluadora-calificadora-acreditadora del sistema educativo siempre se cumple.
Es verdad que no es lo mismo evaluar que calificar, que valorar es mucho más que ponderar y que un concepto mínimamente riguroso de la evaluación debería ser mucho más complejo que la unidimensional calificación de determinadas actuaciones en exámenes que solo demuestran el ejercicio episódico de ciertas competencias cognitivas (a veces asociadas únicamente con la memoria).
Pero ese valor añadido que la evaluación tiene sobre la calificación no suele ser objeto de reflexión. No se cuestiona si tiene sentido expresar la evaluación de las competencias educativas en la forma de una serie de números de cero a diez para cada una de las materias de cada curso escolar. Si conviene que el cinco siga siendo el rubicón entre la supervivencia y el abismo educativo (y luego social). Si es sensato que todo esto se acepte como obvio y no se sienta la tentación de abrir la caja negra de los procedimientos de estimación cuantitativa del desarrollo de las competencias cualitativas que supuestamente se evalúan.
Estamos escasos de reflexión sobre la evaluación. Debatimos sobre la cantidad de horas de matemáticas o de lengua que debería tener un curso escolar, sobre si es posible una educación 2.0 en aulas que no reniegan del todo de la tarima, sobre la pertinencia de que la educación para la ciudadanía o la formación religiosa estén presentes en el currículo… Todo eso lo discutimos apasionadamente, pero rara vez aparece en los claustros o en las administraciones educativas el debate sobre el valor de la evaluación, sobre su papel efectivo o sobre su función deseable. Mucho más que los contenidos o las metodologías, la evaluación se asume como una invariante del sistema, como un concepto cuya definición se presupone y que acaba por no distanciar lo suficiente nuestras prácticas evaluadoras en el siglo XXI de las que ya existían en el siglo XIX.
“¿Esto entra, profe?”. La pregunta del alumno resulta molesta y parece impertinente. Pero no lo es. Al contrario, da en la diana. Con esa pregunta el alumno demuestra saber lo más importante: que lo que no entra (en el examen) no importa, que el verdadero valor de lo que se aprende no está en ello mismo (en aprender) sino en demostrar determinados resultados concretos después. Que puedan entrar o no en exámenes no debería ser lo que determine la relevancia de los contenidos educativos. De hecho, las competencias más valiosas suelen ser refractarias a manifestarse en dispositivos tan limitados como los exámenes. Pero muchas veces es solo eso lo que al final importa. Lo que importa al final del curso, al final de la etapa, al final de cada momento de acreditación/selección establecido en el sistema educativo.
Dime cómo (o qué) evalúas y te diré cómo (o qué) enseñas. Si la evaluación es siempre individualizada (y nunca por equipos), si se centra en los resultados (y no en los procesos), si se hace de manera episódica (más que continua), si se basa en las actuaciones (y no en las competencias), si aprecia mucho el esfuerzo (pero fomenta poco la tenacidad), si es muy sensible a las aptitudes (pero poco a las actitudes), si sirve para clasificar (más que para valorar y mejorar), es fácil saber qué tipo de enseñanza se está practicando (y qué tipo de aprendizaje se está promoviendo).
No se evalúa igual en un paradigma educativo narrativo-contemplativo que en uno dialógico-participativo. El primero es el de las inercias, el de enseñar como se aprendió y evaluar como se fue evaluado. El segundo requiere más valor, supone asumir que la coherencia entre las prácticas de enseñanza y las prácticas de evaluación no se da necesariamente en ese orden. Porque no se evalúa lo que se enseña, sino que muchas veces lo que realmente se enseña (y se aprende) es aquello a lo que se da valor, aquello que se evalúa (y también la forma en que se evalúa).
Por eso sigue teniendo tanto sentido valorar la evaluación. El ser y el deber ser de las aulas y de las relaciones que son posibles o se promueven en ellas dependen en gran medida de la forma de evaluar. Quizá no vendría mal retomar el sapere aude kantiano y tener el valor de pensar que otra evaluación sigue siendo posible y deseable.
AUTOR: Mariano Martín Gordillo. Profesor de enseñanza secundaria en España y colaborador con la OEI en temas educativos.
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